martes, 30 de noviembre de 2010

Irreparables.

Raúl miró hacia los costados, como para asegurarse que no hubiera nadie a su alrededor. Cuando estuvo seguro, siguió hundiendo sus manos en la bolsa, metiendo cosas que sacaba de un estante que, antaño, estaba cerrado con llave y candado.
-¿Cuánto más estarás en eso?
-Lo que sea suficiente.
Era increíble que, a pesar de todo y tanto, aun quedaran pequeños rastros escondidos, metidos en el polvo, arraigados en su vida. Ya daba lo mismo, suponía. Estaba esa pequeña torpeza, el desaliento de no poder borrarlo absolutamente todo.
Si esto hubiera sido un cuerpo alguna vez, ahora estaría muerto desde hace tanto que el cadáver sería algo demasiado asqueroso de tomar y mover. La única forma era eliminando: el posible entierro había pasado hace mucho.
-Tengo algo que decirte.
-Ya no.
-Es importante.
-No, era importante. Lo fue en su tiempo. Nunca hablaste a tiempo, ahora eso es lo importante: el momento se perdió y nunca más. Fue. Eso es lo que nunca entendiste: nada se repite dos veces en la vida. Si pierdes una oportunidad, la siguiente no será ni remotamente igual a la anterior.
Raúl cerró la bolsa, atándola con doble nudo y se levantó. La figura que había detrás de él lo miraba impaciente, aguantando. Sus brazos cruzados escondían unos nudillos cerrados, apretados, nervioso.
Dentro del estante quedaban un par de cosas. Todas eran de él, de antes. De mucho antes. Cada recuerdo escondido y esos trofeos de basket de la media, una cola de cabello de una antigua novia, los viejos cassettes que le grabaron con canciones, las cartas y la recopilación de Kafka que le regaló su padre cuando salió de la universidad. Raúl los miró, pero trató de no dejar llegar la imagen a esa parte del cerebro que la relacionaba con el pasado y que lo haría terminar en un nudo sin desatar. Tomó el candado y le quitó la llave, la arrojó dentro del estante y lo cerró.
Puso el candado.
-¿Y ahora qué?
-Ahora nada. Ahora me voy: tengo basura que botar.
-Raúl, por favor, sé que fue mi culpa y todo, tampoco te estoy pidiendo remediarlo, sólo quiero hablar. Necesitaba verte.
Raúl tomó la bolsa y la cargó a sus hombros. Se dio la vuelta y cruzó la silueta ajena sin mirarle los ojos. Llegó hasta el portal de la puerta y se detuvo. Sin darse vuelta, casi entre dientes pero lo suficientemente alto para ser oído, susurró:
-No hay mucho de qué hablar. Y lo poco que haya, ya no me interesa. Y tienes razón, fue tu culpa. Y esta es la consecuencia. Si querías verme, okey, veme ahora, veme de espaldas. Veme ahora y de esta forma, porque es la última vez que me verás. Y cuando veas mi espalda en la calle si nos cruza esa tontera llamada destino, muéstrale la tuya también, porque el destino no tiene nada que ver contigo ni conmigo. No hay qué repare un adiós. Y esto, es un hasta nunca.
Raúl caminó más allá de la puerta y desapareció en el pasaje de la vieja villa.
Carolina miró hasta que desapareció y luego, estando completamente segura de que ya no existía más que el silencio, se echó a llorar.
No fue su cabeza, si no sus lágrimas, las que supieron que esto era irreparable.
Y como bien dijo Raúl: no se puede reparar un adiós.

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