martes, 7 de diciembre de 2010

Autista.

Me acuerdo que cuando caminaba por av. Libertad pensaba que los ciclos que pensé repetibles se volvieron lo contrario. Cuando salí de ella y me encaminé hacia avenida San Martín, las calles aun estaban cálidas y la notoria ausencia de cosas estaba más que perceptible. Me acordé que caminé estas calles acompañados de tantos cuerpos distintos y que ahora ninguno estaba. El ciclo de la vida, le dicen. Algo que aun no me calza del todo.
Si la vida son experiencias nuevas y gente nueva, todo eso implica olvidar. Renovar, cambiar, mutar. Cambia el aire, la gente, las ganas, el cielo, el largo del bigote, lo rápido de los pies. Me parecía y me parece extraño, aislado. Lejos. Nunca me agradó esto de lo súbito. Siempre me costó aferrarme a cosas nuevas, crear algo más que un simple dibujo en un papel. Era tanto el tiempo de aprendizaje, de adaptación, que cuando terminaba se me hacía injusto. Me sentía como recién entrando a un juego donde me sacaron porque la pelota me cayó en la cara. Y puta que me desangró de narices.
El iPod estaba metido en su idea de hilar canciones de Smashing Pumpkins con NIN. Pasé por fuera de Starbucks y revisé mi billetera. No había nada más que los 5 soles peruanos y los 200 pesos colombianos, así que caminé a la playa. Cuando me senté en el escaño de piedra gastada recordé que acá vine con una amiga una vez y que quedó la cagá, porque empezamos una guerra de arena que terminó con mi ojo derecho rojo. Recordé también que una vez vine a llorar. Plancha y de las peores caras de mi vida: fue una vergüenza ajena caminar por ahí.
Estaba aburrido y comencé a ojear el cuaderno de turno. Nunca tengo uno en específico y nunca me acuerdo que escribo en cada uno. Encontré que tenía -entre la materia de un ramo del año pasado- de esas mini-notas que quieren ser cuentos. Apuntes autistas y descargos varios. Junto con un par de anhelos que nunca pasaron. Fue casi como recordar todo lo que quise decir y que nunca dije para no andar sobrando. Para no herir, en una de esas. Si me pagaran por todas las veces que callé y que pude decir algo que realmente quería decir, pero que no dije porque pensé que en el futuro habría algún momento idóneo -tonto, nunca pasó-; no sería millonario, pero tendría de sobra para comprarme un auto. Uno piola y que me serviría como para tirarme al sur. Bencina incluída por un par de días. Fue raro, porque volví a ese trance inútil y sobretocado sobre las relaciones humanas. Y la gente. Ese extraño nexo sobre encajar.
Revisé todas esas películas que había visto sobre lo mismo y que cada vez me identificaban más. Las mismas preguntas y las mismas dudas eternas de sobre cómo funciona la gente. Sus problemas y miedos, sus ganas de ocultarse y arraigarse a uno. La cantidad de secretos y promesas y planes que a uno lo ligan al tiempo con todos los demás. Y como que le tomé peso y lo sentí en mi hombros, así que me desplomé y quedé acostado en la arena. Por suerte, mucha suerte, me quedaba un cigarro. Fue ad-hoc.
Mirando al cielo y buscando la forma de alguna tortuga es que me quedé con la idea de eso. Y descubrí que con el tiempo, con mucho tiempo y harto ensayo-y-error, me obligué a aplastarme dentro de mí y a tratar de fusionar una especie de personaje extrovertido con las cosas que siempre quise decir. Fue como si el autista que siempre fui se aisló aun más dentro de un personaje que controlaba desde adentro. Como haciendo el descubrimiento del siglo -y ni tanto- de que para ser un real autista había que estar rodeado de más gente. Mientras más extrovertido, más se alimentaba el ser solitario e incomprensivo -de la realidad, la vida, la gente, sus sentimientos, sus mundos, sus "verdades"- que se resguardaba detrás de un disfraz. Uno bastante malo, por cierto.
Reciclé harto rato hartas anécdotas y hartas verdades a medias. Un montón de confesiones que sonaron fuerte años atrás y que ahora eran nada. Y traté de pegarme bien fuerte al presente, rogando a dedos cruzados que otra vez las cosas no volvieran a cambiar, pero con el pesimista interno gritando que sucedería over and over again.
Ahí, justo, sonó Jean Michele Jarre y me dejé llevar y traté de apagarme un rato con tal de cambiar de onda.
Al parecer, la frecuencia no fue muy fuerte.
Cuando me paré habían pasado unos 20 minutos. Y vi las siluetas y las huellas en la arena. Y caché que la mía estaba algo más aislada de donde estuvo un grupo. Y a unos 5 cuerpos de huellas de una pareja que caminó junta. Dibujé con un dedo una silueta al lado de la marca que dejó el peso de mi cuerpo y me eché a caminar, borrando cada tanto las huellas de mis zapatillas.
La arena me lo había dejado claro: ser autista -encubierto, camuflado, fuera de foco- no era tan malo, pero cada cierto tiempo -y con mayor fuerza- pesaba.
Y cada vez que eso pasaba, era hora de simular más.
Total, mentir un rato es parte del juego.
Se le llama sobrevivir.
Y en ese juego no iré ganando, pero me defiendo.

"Levemente autista. Como todos los grandes.". 
-Alberto Fuguet.

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