miércoles, 16 de diciembre de 2009

Cura.

Te siento y creo que caigo. La plaza se hace pequeña y escucho los pasos de la gente que pasa alrededor. El silencio me agota y comienzo a hablar de temas al azar. A veces no lo confieso, pero el silencio me asusta y se hace menos escalofriante cuando no callas. Estaba errado, estábamos en otro lugar. Oía como cantabas y te perdías, mientras comía pan con palta, hambriento, feliz. Me contaste sobre cosas que no entendí y luego comenzaste a mirarme. Me sentí tonto y traté de dilucidar tus pupilas. Tuve una sensación de nervio y te pedí que me abrazaras. Una canción comenzó a sonar y no me sabía el nombre. Traté de apretarte fuerte, pero tuve miedo de romperte. Quería sentirte cerca, más cerca que nunca, pero el cuerpo era un estorbo. Te solté y bebí un poco de agua, tus ojos miraron por la ventana y no me viste sonreír.
Cuando me di cuenta de todo, ya era tarde. Las horas se apilaban sobre el mismo sillón extenso, suave, rojo y felpudo que nos mantuvo toda la tarde. Quizás estaba durmiendo, quizás sólo le perdí el rastro al reloj. Cerré los ojos simulando estar dormido. Sentí tus manos en mi pelo y pude jurar que era un niño. Me sentí como tal, me sentí como lo que soy. Tu pecho estaba caliente y era todo como una tarde de invierno de 1992 en pleno verano del 2009. Ya no sentía calor, mi pierna derecha estaba entumecida. No quería quitar mis brazos de tu cintura.




La hermosa tarde llena de naranjos se había transformado. Un azul se sobreponía, los tonos mezclados se transformaron en el azul más negro salpicado de pasteles y blanco. Comenzaste a hablar y te oí, pero no procesé nada. Mi mano agarraba la tuya y sabía que tenía que irme. No me soltaste y quise que la tierra bajo mis pies dejara de girar. Olvidar que algún día tendrías que irte lejos, mientras yo tendría que esperarte cada sábado volver a las costas y verte hablar. Toqué tu pelo largo y pensé que si era necesario morir sería ahora. Comparé lo perfecto con la realidad y no encontré un punto de diferencia. Casi me pongo a llorar cuando pensé en las infinitas posibilidades y en las probabilidades y en esto que estaba agarrándose por los dedos. Te abracé y no me viste cuando tu hombro se mojó.
El cielo ya se fundía con mi ropa y la gente se había retirado de las calles. Solté tu mano y comencé a caminar, con una pena que me partía en dos pensando que era un adiós abrupto, quizás el final del fin.

Me di vuelta y vi tu rostro. Te di un beso y lo supe.
Todo este tiempo la historia era de verdad: la triste historia repetida por siglos era algo que estaba muy lejos de mí y podía estar más seguro que nunca que estaba bien.
Y, sí, fui feliz.
Y es por eso que en ese entonces, y ahora mismo también, lloré.
Porque en realidad, todas las mentiras que me cubren como cebolla, todas las caras tapadas por caretas, todos los idiotas que odio y desprecio, todas las situaciones que en el fondo me calan más de lo que quisiera, toda la falsedad, todo lo que en algún punto me alejaba del mundo y me hacía cuestionar si realmente quería estar sumergido en el planeta, se desvanecía en los 317 minutos que estaba arropado por tus manos.

Y pensé que eras la cura del cáncer.
Imaginé que era muy cursi y lo deseché.
Y luego lo pensé otra vez, que eras la cura.
Y otra vez.







Y otra vez.

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