martes, 20 de octubre de 2009

Final feliz.

¿Y qué hacía después? Las respuestas eran vanas. Estaba yo y nada más. La cordillera se hacía lejana mientras más me sumergía en el centro. Pensando tonteras -"¿donde estás? ¿por qué tengo tanto miedo? ¿qué hago para no perder? ¿qué quieren de mí si no tengo nada que ofrecer?"-, mirando las tiendas cerradas y las calles vacías. La bohemia estaba en pleno esplendor, con gente semi-ebria deambulando por las orillas. Abrazados, inquietos, muertos de la risa. Supongo que un vodka no me haría mal, pero también supongo que terminaría peor.
La gente estaba estancada en las esquinas, algunos con cara de bajoneo, otros con residuos de fracaso. Estaba atrasado. Muy atrasado, tanto, que en realidad ya había pasado todo un día.
Llegué a las orillas del Mapocho y me apoyé en la baranda mirando hacia el horizonte. La brisa era fría y las nubes cruzaron rápido. No sé si fue mi estado de ánimo, no sé si fueron las nubes, no sé si fue el viento o la inevitable realidad, pero me quebré. Esto no había pasado en años. Sentir de nuevo las gotas saliendo desde de adentro era una sensación que parecía ser nueva. Me sentí un idiota. Me sentí torpe. ¿Cómo cresta no me había dado cuenta de todo?
Marcela había desaparecido y yo aun quería negarlo. Pensé que todo estaba tan perdido, pensé que tantas cosas se habían trizado aquel día en el aeropuerto que me cerré. El futuro que había pintado y planeado durante años con ella se habían esfumado en una decisión de un par de meses. Esperaba, todo el tiempo, que mis planes se trazaran en la realidad, armando ese final feliz que siempre se espera. Y ahora lo comprendía, ahora estaba todo claro: el final estaba. Y no era este; el final feliz siempre estuvo. Era cada momento y no me daba cuenta.
Recién había sido capaz de entender que los finales felices no eran el final del trayecto. Los finales felices eran cada momento en que ya habías alcanzado lo que -paradójicamente- te hacía feliz.
"Nadie me dijo que los finales felices tenían final" era precisamente lo que pensaba cuando los berridos de mi llanto se hicieron insoportables.
Una nube dio para pensar. Una nube como la gente, una nube como uno. Uno es como una nube que se pierde y nadie sabe donde vas. Y de repente te desapareces. Y de repente te das cuenta que planeaste tanto el final que nunca fuiste espontáneo. Que nunca disfrutaste cada momento.
Y ahora, ahora que lo entiendo, el final ya no es feliz.




El ruido del Mapocho comenzaba a ser opacado por los pasos de las multitudes que salían de los bares, tratando de caminar balanceándose hasta casa. Sentí pasos cerca mío y pensé que me iban a robar. Miré hacia atrás y callé. Y creo -no estoy seguro- que me tragué las lágrimas y sonreí.
-Rubén.
Me estaba mirando con las maletas como arrastradas. Me estaba mirando llorando, jadeando, pero sonriendo.
Era Marcela.

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