Creo que este es el primer mes que hago tantos post por día. Dormí, poco. Y ahora, estoy aquí, escribiendo, de nuevo. Lo poco que aun se mantiene.
Desperté por casualidad. No soñaba ni nada. Creo. Desperté con los ojos pegados, con gotas secas y la garganta desértica. Desperté y el mundo giraba igual. ¿Por qué no sólo se larga a llover y se moja todo?
Oí una historia una vez: dos tipos, una tipa, un tipo. Eran felices y paseaban y se querían y conversaban y tenían secretos. Los secretos, los terminaron matando. A los dos. Tenían 20. Uno decidió escaparse. El otro, decidió esconderse dentro de la rutina. Ambos, tenían un amigo en común. Él no sabía nada de ellos después de lo que pasó, pero se dedicó a escribir sobre ellos. Él pensaba y ponía en papel todas las posibles historias que podrían haber vivido de ser algo más valientes. Pensando, que si hubieran dejado el miedo de lado, ahora estarían los dos comiendo helado al lado de su casa. Se preguntaba cómo es que la gente se alejaba de ellos mismos cuando el miedo los superaba. Le daba rabia, porque imaginaba que ellos eran más afortunados que él y que por necios habían perdido todo y quedado tal cual él. Lo único que él hacía era redactar y redactar historias, momentos, felices y horribles, pero que siempre tenían moraleja. O llevaban a algo. Un día, terminó siendo un libro. En el final del libro, 10 años después, uno volvía y el otro dejaba de esconderse. Se encontraban y tenían una charla corta, casi inexistente. Se miraban y al final, superando el miedo, los dos se abrazaron bajo un poste de luz con la ampolleta mala cerca del estadio nacional. Y luego de eso, volvían a probar y a dejar los errores atrás.
En la realidad, eso no pasó. No tan así. Uno de ellos, el tipo, el que escapó, murió. La tipa, había cambiado su vida a algo más errático y consumía cocaína todos los fin de semanas. La tipa, recibió una carta meses después. Era del tipo. Su letra estaba cambiada, más errante, más gastada. Él le decía que estando lejos había pensado en mucho y en nada. Y que iba a volver a buscarla y a decirle todo eso a la cara. Y a intentar, de nuevo. La tipa sonrió. Pensaba que la hacía feliz. Hasta que se enteró que en el avión que venía de regreso cayó en el mar. Se salvaron dos personas. A él, lo mató un fragmento que se soltó de la turbina. Sus funerales, fueron acá. Ella fue, pero se mantuvo detrás de un árbol contemplando la situación. Dicen, que lloró un poco. Y dicen que no volvió a aparecer.
Al libro, no le fue mal, pero tampoco fue un best-seller. Terminó siendo leído por círculos pequeños de lectores de novelas trágicas. Ese no era el target, claro, pero la tragedia real terminó impulsando el libro hacia esos círculos. Algunos más morbosos que otros, algunos más melodramáticos o algo así, pensaban y lloraban porque deseaban que la realidad estuviera en las páginas. Y que la ficción hubiera sido la realidad.
Carlos, el amigo de ambos, nunca fue el mismo. Se sintió tan mal, que no volvió a escribir. El libro, ahora figura en la mesita de descanzo al lado de su cama. Recordándole que lo único que puede cambiar la realidad, es intentar. Y no desistir. Odió el miedo y trató de hacer algo por su vida. Hoy vive en Italia. Tiene un pseudo-familia y gana lo suficientemente bien haciendo inventarios para estar cómodo. Se puede decir que su vida es perfecta, salvo el hecho del libro. Salvo eso de saber que para conseguir su propia felicidad, alguien murió y alguien desapareció.
Y hasta el día de hoy se pregunta que si él hubiera escrito la tragedia, la realidad hubiera sido lo que manchaba las páginas impresas.
Quién sabe.
Esto me lo contaron una vez que huí. Cuando volví, super que algo tenía que hacer por mí. Cuando volví, nada estaba en preciso órden o capacidad de funcionar. Me acuerdo que me sentí mal, pero también me acuerdo que esperé e intenté. A pesar de mi miedo, me lo comí. Y jugué. ¿Que si gané? Yo creo. Ahora no me queda tan claro. Pero sí sé, que siendo un perdedor, he aprendido más de las derrotas que de las mismas victorias. Por eso, las victorias las saboreo más. Sin sacrificio, no hay victoria. Sin perdón, no hay posibilidad. Sin ceder, no hay creer. Aunque ceder demasiado, arriesgas perder tu propia identidad. Madurar otro poco y pensar en el equilibrio. Y creer no más. Si el tiempo te lo quita, el tiempo te lo puede devolver, sólo y sólo sí, uno quiere creer.
Porque todo funciona mientras se quiera. Porque todo funciona mientras uno está dispuesto a jugar.
No seré un ganador, yo cacho, pero si soy un jugador. Me gustan los desafíos, me gusta vencer la adversidad.
Un tanto increíble para un pesimista promedio.
Pero... supongo, tan promedio no soy.
So... tiempo al tiempo. Y una que otra carta que me ayude a creer. Y pensar, que de nuevo, se puede ganar.
Curioso, que escriba todo esto mientras las gotas que estaba secas, nuevamente se comienzan a licuar.
Desperté por casualidad. No soñaba ni nada. Creo. Desperté con los ojos pegados, con gotas secas y la garganta desértica. Desperté y el mundo giraba igual. ¿Por qué no sólo se larga a llover y se moja todo?
Oí una historia una vez: dos tipos, una tipa, un tipo. Eran felices y paseaban y se querían y conversaban y tenían secretos. Los secretos, los terminaron matando. A los dos. Tenían 20. Uno decidió escaparse. El otro, decidió esconderse dentro de la rutina. Ambos, tenían un amigo en común. Él no sabía nada de ellos después de lo que pasó, pero se dedicó a escribir sobre ellos. Él pensaba y ponía en papel todas las posibles historias que podrían haber vivido de ser algo más valientes. Pensando, que si hubieran dejado el miedo de lado, ahora estarían los dos comiendo helado al lado de su casa. Se preguntaba cómo es que la gente se alejaba de ellos mismos cuando el miedo los superaba. Le daba rabia, porque imaginaba que ellos eran más afortunados que él y que por necios habían perdido todo y quedado tal cual él. Lo único que él hacía era redactar y redactar historias, momentos, felices y horribles, pero que siempre tenían moraleja. O llevaban a algo. Un día, terminó siendo un libro. En el final del libro, 10 años después, uno volvía y el otro dejaba de esconderse. Se encontraban y tenían una charla corta, casi inexistente. Se miraban y al final, superando el miedo, los dos se abrazaron bajo un poste de luz con la ampolleta mala cerca del estadio nacional. Y luego de eso, volvían a probar y a dejar los errores atrás.
En la realidad, eso no pasó. No tan así. Uno de ellos, el tipo, el que escapó, murió. La tipa, había cambiado su vida a algo más errático y consumía cocaína todos los fin de semanas. La tipa, recibió una carta meses después. Era del tipo. Su letra estaba cambiada, más errante, más gastada. Él le decía que estando lejos había pensado en mucho y en nada. Y que iba a volver a buscarla y a decirle todo eso a la cara. Y a intentar, de nuevo. La tipa sonrió. Pensaba que la hacía feliz. Hasta que se enteró que en el avión que venía de regreso cayó en el mar. Se salvaron dos personas. A él, lo mató un fragmento que se soltó de la turbina. Sus funerales, fueron acá. Ella fue, pero se mantuvo detrás de un árbol contemplando la situación. Dicen, que lloró un poco. Y dicen que no volvió a aparecer.
Al libro, no le fue mal, pero tampoco fue un best-seller. Terminó siendo leído por círculos pequeños de lectores de novelas trágicas. Ese no era el target, claro, pero la tragedia real terminó impulsando el libro hacia esos círculos. Algunos más morbosos que otros, algunos más melodramáticos o algo así, pensaban y lloraban porque deseaban que la realidad estuviera en las páginas. Y que la ficción hubiera sido la realidad.
Carlos, el amigo de ambos, nunca fue el mismo. Se sintió tan mal, que no volvió a escribir. El libro, ahora figura en la mesita de descanzo al lado de su cama. Recordándole que lo único que puede cambiar la realidad, es intentar. Y no desistir. Odió el miedo y trató de hacer algo por su vida. Hoy vive en Italia. Tiene un pseudo-familia y gana lo suficientemente bien haciendo inventarios para estar cómodo. Se puede decir que su vida es perfecta, salvo el hecho del libro. Salvo eso de saber que para conseguir su propia felicidad, alguien murió y alguien desapareció.
Y hasta el día de hoy se pregunta que si él hubiera escrito la tragedia, la realidad hubiera sido lo que manchaba las páginas impresas.
Quién sabe.
Esto me lo contaron una vez que huí. Cuando volví, super que algo tenía que hacer por mí. Cuando volví, nada estaba en preciso órden o capacidad de funcionar. Me acuerdo que me sentí mal, pero también me acuerdo que esperé e intenté. A pesar de mi miedo, me lo comí. Y jugué. ¿Que si gané? Yo creo. Ahora no me queda tan claro. Pero sí sé, que siendo un perdedor, he aprendido más de las derrotas que de las mismas victorias. Por eso, las victorias las saboreo más. Sin sacrificio, no hay victoria. Sin perdón, no hay posibilidad. Sin ceder, no hay creer. Aunque ceder demasiado, arriesgas perder tu propia identidad. Madurar otro poco y pensar en el equilibrio. Y creer no más. Si el tiempo te lo quita, el tiempo te lo puede devolver, sólo y sólo sí, uno quiere creer.
Porque todo funciona mientras se quiera. Porque todo funciona mientras uno está dispuesto a jugar.
No seré un ganador, yo cacho, pero si soy un jugador. Me gustan los desafíos, me gusta vencer la adversidad.
Un tanto increíble para un pesimista promedio.
Pero... supongo, tan promedio no soy.
So... tiempo al tiempo. Y una que otra carta que me ayude a creer. Y pensar, que de nuevo, se puede ganar.
Curioso, que escriba todo esto mientras las gotas que estaba secas, nuevamente se comienzan a licuar.
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