miércoles, 24 de marzo de 2010

29 horas.

Y ahí estaba yo, tirado en el pasto, por poco acariciando a un perro cualquiera, con el iPod sonando durante más de 5 horas continuas. El extraño silencio incrustado en aquel parque se hacía presente, sólo opacado por la música de rock y grunge sobre cosas perdidas. Mis manos estaban tibias, con los nudillos secos, sobre mi estómago, ya que no podían estar en otro lado.


Mientras jugaba abriendo y cerrando los ojos para ver con cliché el cielo, me remontaba a este extraño lapso. Más de 29 horas sin dormir es mucho rato. Peor, si no tienes nada de sueño. Las situaciones que me acarrearon a este momento han sido de las más anormales. Extrañas. Como los cuerpos en el suelo y una intoxicación demás. Como los errores ebrios, jurándose algo que uno nunca ha sido y asustándose por recrearlo. Como los viajes a pata por calles que proyectan imágenes viejas a eso de las 9 de la mañana. Como tratar de armar un nuevo mapa, tratando de evitar ciertos puntos que serían fatales al pisar. Como los viajes fríos y extraños, totalmente ajenos, sintomáticos. Como el dinero que corre rápido y que se deposita en mis bolsillos sin saber de donde vino -siempre limpio- y que se va en un sólo rato como pretexto de ocupar una tarde que no tiene ningún significado. Como las clases nuevas, con los mismos asientos, pero sin las caras que los solían ocupar. Como los edificios nuevos, que se levantan tratando de rascar el cielo, hechos de puro vidrio que se trizaría si hubiera otro temblor más. Como el mismo terremoto, evento fuerte que dejó una huella en montones de gente y que en mí sólo dejó una huella más adentro que afuera. Como si hubieran sido mis cimientos que en ironía a la lógica se traspasaran más allá de mis pies. Como las noches vacías, pegado a la pantalla, hablando cosas que ya no estaban. Como las mismas noches en que mi pantalla prendida lloraba sola porque yo estaba lejos. Quizás en algún bar, quizás en alguna casa en la que terminé por inercia. Como los mismos amigos que se dan una y otra vuelta alrededor de uno, como satélites. Como las promesas que quedaron como algún manchón de tinta en una fosa de la memoria que se refusa a cerrar. Como los planes futuros-cercanos, de viajes excéntricos, planeados a la rápida, aun afuera de la misma región y quizás más -solo, en bus, a pata, durmiendo en hostales-. Como las palabras al cierre de cada película que veo y que anoto con cuidado en algún archivo de notepad en mi disco duro. Como las veces que me planto frente al computador y veo ese cáncer llamado Facebook del que me rehuso a salir por miedo a perderme más. Como los cielos estrellados en un apagón, mirando la única estrella fugaz caer y pidiendo tontamente un deseo. Como las malas lenguas y las palabras escritas que no debería buscar cuando siento que toco el suelo, después de tanto vodka, después de tanto tequila y sacrificios mayas. Como las noches en que salgo y me devuelvo temprano, caminando lento, por calles largas; al verme superado por el ambiente de fiesta, de todos curados, creyéndose un cuento, una pomada, que alguien les vendió y que juraron es lo máximo -falso, falso, todo tan falso, caretas y secretos y descuidos intencionales y mad-mad-mad world-. Como los silencios con amigas, mirando la playa, sin tener nada más que decir. Como encontrarse con una cara vieja con una nueva nariz y sentirse raro después de tanto. Como darse cuenta de todo lo que uno archiva en su cabeza y que al leve desplome todos esos archivos se revuelven y saltan cosas que uno preferiría no volver a recordar. Como los miedos, alimentando las circunstancias, las nuevas vidas, las nuevas poses, colándose en cada mínimo rincón de la estabilidad. Como conversar con un amigo que vive en españa, planeando un viaje que quizás algún día se concretará. Como reír de vez en cuando, pero al segundo después de terminado cuestionando si realmente pasó o fue real o si valió la pena reír. Como sentirse extraño al ser observado en los lugares en donde nunca me observaban, sin saber por qué. Como esa tipa que el otro día me metió conversa y que ni siquiera se me ocurrió preguntarle el nombre -y tampoco me importó-. Como todos esos cigarros a mitad de fumar que he regalado porque me los piden en la calle y me da asco que me los devuelvan, o todos esos cigarros en los que escribo algunas palabras y luego me los fumo. Como todos esos textos y canciones que publico y todos esos tantos que quedan en el intento porque son aun más personales que los que terminan saliendo. Por todas esas cartas que encontré el otro día que nunca llegaron a su destino -alguna de más de 8 años, otras, de menos de uno-. Como toda esa gente que está cambiando y que uno ya no reconoce y que me extraña porque no lo siento bien y porque yo sigo siendo igual. Como los ciclos y estados que uno juraba extinguidos, pero que están tan arraigados a uno que al principio era y ya no tan raro volverlos a ver.
Como todas aquellas cosas que he enumerado y las que he olvidado hacer.
Y las que no he querido enumerar.

Miro la hora y es tarde. Y no es novedad. Nunca es novedad que sea tarde, de madrugada. Nunca es novedad que sea demasiado tarde ya para algo más. Sólo quizás para dejar soltar los dedos y teclear hasta que el propio cerebro diga que quizás ya fue suficiente. Entrenar los dedos, ya que los labios están completamente entumecidos -y aun así hablan sobre tonteras cuando las máscaras brillan entre la gente en las tardes-.
O, en una de esas, para ver de nuevo alguna de las miles de películas que tengo tan personales y que he dedicado y que ahora nobody else but me dares to see.

Sea como sea, sí es tarde. Y sigo sin dormir.
Y sólo espero caer lona sobre la cama y lo único que pido -si es que alguien escucha al otro lado de la puerta- es no soñar.
No soñar y volver a tener las ganas de desvelarme.
Una vez más.



"Sé que no tienes nada. Por ello te pido todo. Para que tengas todo".
-Antonio Porchia.

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